LOS PERROS DEL OLVIDO

(Historia de un Blandengue)
Duilio O. Lanzoni
(Basada en “Blandengues: la odisea de los criollos en la guerra de la Independencia española” texto inédito sobre el tema, del historiador Julio César Ruiz)

Del reclamo efectuado por Catalina Montes al gobierno de la Primera Junta de Bs. As: “muger del blandengue Estevan Preciado prisionero que fue a Inglaterra y que en la actualidad lo es de los franceses, reclama tres pesos mensuales que le dejo su hijo, también Blandengue, José Antonio Preciado” 2 de octubre de 1810

PERSONAJES:
ESTEBAN PRECIADO, un blandengue
MANUEL DASTUGUE, comerciante español
CATALINA MONTES: esposa de ambos.

(Estamos en 1814. El lugar: la población de la Guardia de Ranchos- actual ciudad de Ranchos-, en ese momento el pueblo que se ha desarrollado junto al Fuerte de Nuestra Señora del Pilar de los Ranchos cuenta con alrededor de 800 habitantes. Ambiente de una casa relativamente acomodada. La escena está vacía. Se escuchan las voces de los dos hombres que ingresan)
MANUEL: Pase, hombre, pase. Haga de cuenta que está en su casa. Venga, cuidado con el escalón. Por aquí. Adelante, adelante, pues, no se quede en el vano de la puerta que es de mal agüero… La señora vendrá en breve. Es que ha salido a tomar unas medidas para confeccionar un vestido de casamiento para la hija del coronel. Pero, le diré algo: un casamiento en esta tierra abandonada de Dios es una fiesta inolvidable. Pasaremos días, meses, quizás hasta años hablando del casamiento. Pero, ¿qué le cuento esto a usted, que viene de otras tierras?
ESTEBAN: Yo vivía acá, señor. Conozco el pago. Aunque por lo que vi ha crecido mucho. Nada es igual… Creo que no conozco a casi nadie, señor.
MANUEL: Ah, hombre, pero qué le digo, pues. Si usted vivía acá sabe de lo que le estoy hablando. ¿Hace mucho que no venía?
ESTEBAN: Unos siete años, don.
MANUEL: ¡Lo bien que ha hecho! Lejos de estos pueblos, bien lejos… Crecen sí, pero despacio, muy despacio ¿Y dónde andaba usted en estos años?, mi querido señor… ¿cuál es su gracia?
ESTEBAN (Duda) Ruiz.
MANUEL: ¿Por dónde estaba, mi querido señor Ruiz en estos siete años?
ESTEBAN: Lejos, señor…
MANUEL: Manuel Dastugue, para servirlo. El mayor y mejor comerciante de telas de la Guardia de Ranchos, nativo de Teruel en la gran España, viviendo desde hace años en estas colonias. Bueno, aunque ahora dice que no lo son… Manuel Dastugue, el comerciante y esposo de la mejor costurera de estas tierras, la señora Catalina Montes de Dastugue, quién pronto estará aquí para atenderlo, mi querido señor Ruiz. (Ríe) Pero discúlpeme usted, señor Ruiz, mi Catalina dice que cuando me pongo a hablar, no hay quién me pare. Y más si es para vender… Me estaba diciendo que se había ido lejos, pero ¿cuán lejos? ¿Buenos Aires? ¿Córdoba? ¿Tucumán?
ESTEBAN: Europa, señor.
MANUEL: ¡Pero hubiésemos empezado por ahí, buen hombre! ¡Con razón le notaba a usted ese brillo de inteligencia en sus ojos! ¡Europa! La madre de todas las culturas. ¡Cómo la echo de menos, caballero! ¿Y por dónde ha estado?, cuénteme, me tiene sobre ascuas.
ESTEBAN: Inglaterra, España, Francia.
MANUEL: ¡Hombre, joder! Un hombre de mundo, un verdadero señor visitando mi casa. Esto merece un brindis. ¿Apetece alguna bebida?
ESTEBAN: No, gracias. Le agradezco, pero no.
MANUEL: ¿Y qué ha hecho por allí? Déjeme adivinar: el señor Ruiz es también un comerciante.
ESTEBAN: No, señor.
MANUEL: ¿Un poeta, tal vez? No, ya sé: un marino.
ESTEBAN: No, señor, apenas soy un blandengue.
MANUEL: No le entendí.
ESTEBAN: Un blandengue, un soldado, apenas eso.
MANUEL: Pero caramba, si aquí estamos rodeados de militares. (Siempre riendo), Después de todo, esto es un fuerte para que la civilización avance sobre los indios. Y que sepa este servidor, todos aquí son esos blandengues que usted menciona. ¿Y usted, señor Ruiz, es…?
ESTEBAN: Blandengue.
MANUEL: No, hombre, no me tome a la chacota. Le pregunto su grado. Usted debe ser un oficial de alta graduación… lo comprendo. Alguien que ha viajado tanto, que luego vuelve a este poblado infame a buscar a una costurera para que le haga un uniforme debe ser, al menos, un coronel.
ESTEBAN: No, señor, nada más soy un soldado, un blandengue como le dije.
MANUEL: Pues he de confesarle que me ha hecho perder, no comprendo. ¿Cómo es que ha estado en Europa, entonces?
ESTEBAN: Prisionero, señor.
MANUEL: ¡Hombre, pero claro! Si el primer marido de mi esposa, ella era viuda como yo cuando nos conocimos, fue tambien un soldado que llevaron prisionero. El padre del hijo de mi esposa. Hasta 1810 reclamaban ellos al gobierno que le pagaran los tres pesos mensuales de la pensión porque el pobre hombre estaba prisionero en algún lugar de Europa.
ESTEBAN: ¿Murió el hombre, dice usted?
MANUEL: Sí, parece que lo mataron peleando para mi país, España. No me pregunte cómo llegó a pelear por el ejército de Su Majestad porque no lo sé.
ESTEBAN: ¿Y cómo se llamaba?
MANUEL: Preciado, creo que Esteban… no lo sé… mi mujer siempre lo menciona por el apellido, ¿por qué, lo conoció?
ESTEBAN: Tal vez sé, tal vez no, no recuerdo los nombres de todos los que fuimos prisioneros.
MANUEL: Pero ha despertado mi curiosidad, se lo aseguro. Cuénteme, hombre, dígame cómo ha sido su historia mientras llega mi mujer. Ahora que lo pienso: ¿usted viene a que le haga una ropa? Porque yo lo di por descontado. Alguien que llega preguntando por Catalina Montes, la costurera, ¿a qué otra cosa va a venir, no?
ESTEBAN: Sí…así es.
MANUEL: Pero, vamos, pues hombre, cuénteme ¿cómo ha sido eso de ser prisionero tanto tiempo, y haber recorrido Europa?
ESTEBAN: En el 7 fue, cuando en Montevideo nos derrotaron, ¿se acuerda?
MANUEL: No, no tengo idea alguna de esas cosas.
ESTEBAN: Bueno, éramos como 2000 que caímos en mano de los ingleses. Había oficiales también. Los ingleses habían entrado por una brecha en el Portón de San Juan y nosotros la defendimos como sabíamos: a sangre y fuego .Yo lo vi morir a unos metros nomás al capitán Patricio González Balcarce. Pobre hombre, tan joven… Habíamos tapado el agujero con sebo y cueros, ¿vio? Pero esos ingleses mal paridos se metieron igual. Tuvimos que recular al centro de Montevideo, nos estaban masacrando, señor. Pero a la madrugada, digo yo que serían cerca de las cinco, tuvimos que rendirnos. ¡Cuántos muertos, señor! De uno y otro lado. Un hervidero de sangre y olor a pólvora era aquello. Los que no estaban muertos, no tenían una pierna, o les faltaba un brazo, o un ojo…
MANUEL: Ahórreme tales detalles, caballero, me impresiona sólo de pensarlo.
ESTEBAN: Disculpe, señor. Si usted se impresiona de pensarlo, imagínese yo y los otros que lo vimos, y los que sufrían las desgracias… ¿no?
MANUEL: Sigo sin entender como fue a parar a Europa.
ESTEBAN: Yo le explico, señor. Resulta que de los muchos que éramos, algunos se escaparon nomás. A los esclavos negros se los devolvían a los amos españoles, habremos quedado unos 400 a los que nos metieron en las naves que ellos tenían. Dijeron que era por poco tiempo, que nos iban a cambiar por los ingleses que estaban presos en Buenos Aires… Que ya nos dejarían volver… Y fueron pasando los días, con hambre, con la humedad. Hasta que por abril, creo yo- uno ya ni sabía cómo pasaba el tiempo- empezamos a navegar por la mar. Yo a la mar la había visto de lejitos, nomás, señor. Y la seguiría viendo así, porque… no sabe cuánto miedo. Estar en la panza de esos barcos oliendo a podrido, moviéndose para un lado y otro… Sin ver el cielo. ¿Usted ha estado en la panza de un barco sin saber adónde va, días y días?
MANUEL: No, hombre. Mi viaje desde España fue con algunas tormentas claro. Pero amable. Pero siga usted.
ESTEBAN: Yo extrañaba los pastos de mi tierra, señor. Solo veíamos las caras de los que íbamos, amarillos, grises, con hambre. Embadurnados en nuestra propia mierda. No se cuánto tiempo estuvimos en la mar. Pero sé que el día que nos sacaron a la cubierta estábamos en un río extraño, en un pago extraño. Todo gris, lleno de niebla todo el tiempo. No sabía dónde estaba, pero estaba lejos… Y los ingleses que nos hablaban y nosotros, que apenas hablamos en nuestra lengua, no entendíamos nada. Es feo, señor, saberse lejos y no saber dónde queda ese lejos, es como estar muerto pero estando vivo. Algunos habían empezado a morirse en el viaje. Les empezaba a sangrar la boca, después se les llenaba el cuerpo de machucones, después les daba fiebre y después se morían temblando.
MANUEL: Escorbuto.
ESTEBAN: ¿Cómo dice?
MANUEL: Que se morían de escorbuto.
ESTEBAN: No sé de qué, señor, pero se morían. Cuando quedamos en ese lugar, con el tiempo me enteré de que eso era Inglaterra y el río se llamaba algo así como Tamesis. Yo pensaba: claro, como no van a querer conquistar otros lugares si el de ellos es tan triste. Deben buscar otras tierras para irse todos de esta desolación, de esta niebla.
MANUEL: No, hombre, que no es por eso que conquista.
ESTEBAN: Eso es lo que yo pensaba, no sé por qué lo hacen.
MANUEL: Si usted quiere, le explico.
ESTEBAN: Sí, cómo no, pero deje que le termine de contar, ya que me pidió. Ahí en Inglaterra nos pasaron a otros barcos, que eran las cárceles. Eran barcos desnudos, sin nada y teníamos que vivir en cubierta, porque en la panza estaba todo lleno de cosas. Un colchoncito de paja para dormir, unas ropas viejas y de comida unos huesos. Eran como las quijadas de las vacas, ¿vio? En sopa, en guiso, siempre lo mismo. A veces, nos daban un queso fiero. Y la gente que se seguía enfermando, y se seguía muriendo. Yo mismo señor, tuve las fiebres… creí que me había llegado la hora en ese barco apestoso, rodeado de hermanos apestosos y de esas gentes con su idioma raro. Pero no, no era mi hora. El Señor no quería que me muriera sin ver mi mar de yuyos.
MANUEL: Pero, hombre, hala, no comprendo, ¿cómo es que ha ido usted a la hermosa España y a Francia?
ESTEBAN: Ya le cuento. Creo que fue a mediados del 8 en que a los pocos que habíamos quedado en el barco nos bajaron de apuro y nos fueron juntando con los otros. Eran 12 barcos como el nuestro. Lo que le voy a decir es raro, pero no sabe la alegría que me dio encontrarme con tantos paisanos. Ahí estaban, flacos, dando pena, los pelos largos y las barbas crecidas… Pero qué gusto encontrar un hermano. Si parecía que el lejos estaba un poco mas cerca, vea.
MANUEL: ¿Los estaban liberando?
ESTEBAN: No, que va. Nos empezaron a gritar. Eran órdenes seguro, pero nadie entendía nada. Diga que apareció el Ayudante Mayor Caravaca que parece que algo había aprendido de esa lengua escupida y nos hizo poner en fila, ¿y sabe qué? ¡Eso me dio una rabia! Nos vistieron de rojo, de soldados pero de rojo, como los hijoeputas que nos habían invadido en Buenos Aires y nos habían apresado en Montevideo. Nos dijeron que nos llevaban a España a pelear con los franceses.
MANUEL: Hombre, claro, contra Napoleón. Fue entonces que he venido para el Río de la Plata, los franceses se acercaban y yo salí con mi esposa para buscar un barco que nos trajera. Ella se puso mala de fiebres y murió antes de partir.
ESTEBAN: Mire señor, en junio del 8 llegamos, apenas si estábamos aprendiendo a entender a los jefes, nos decían los colorados de Buenos Aires, agatas si sabíamos qué hacer en ese otro lejos que era su bendita España cuando ya nos largaron a la batalla… ¡Y sin caballos! Señor, yo he crecido, me he hecho hombre, me he hecho soldado arriba de un caballo y estos ingleses que nos mandaban, nos llevaron de infantes en esas tierras de piedra, esa tierra que se corta a cada rato. A mi no me gusta la montaña, señor, sin ofenderlo. A mí me gusta esta pampa, a mí gusta que la mirada se me pierda sin más que árboles que la corten, ver el verde. Cuando galopo en esta pampa, yo soy libre, señor y ahí, de a pie, la vista que se le choca a cada rato con la tierra que sube, las piedras, el pasto amarillo… La cosa es que en julio del 8 estaba otra vez peleando, pero peleaba para el inglés, peleaba contra los franceses. Me dijo alguien que ese lugar era Medina del Rioseco, y ahí me apresaron otra vez, señor.
MANUEL: Joder.
ESTEBAN: Me llevaron con mi uniforme colorado, me pusieron un cepo. No se cuánto tiempo más, señor. Otra vez perdí la cuenta. Estuve en podridos calabozos de Francia, no me pregunte en dónde porque no se. Hasta que en el año 11 me soltaron. Así, sin nada… en pelotas, señor.
MANUEL: ¿Y cómo hizo para volver, mi amigo?
ESTEBAN: Empecé a buscar a los que hablaban como yo, primero. Así que como estaba cerca de la frontera de Francia con España la crucé ni bien pude. A pata, con harapos y las ganas de volver, nomás. Cuando volví a España empecé a trabajar de cualquier cosa. He cuidado chanchos, caballos, gallinas… De todo hice, vez tras vez me hacía al camino, buscando un mar que me dejará más cerca de acá. Y así me fui llegando al puerto y un día supe que un barco que venía para el Río de la Plata precisaba marineros. Y así volví. Yo se lo cuento chiquito para no cansarlo, pero tres años se me fueron hasta que conseguí llegar. Y otros dos meses entre que llegue a Buenos Aires y vine para Ranchos, señor.
MANUEL: ¿Usted tenía familia?
ESTEBAN: Esposa y un hijo, señor.
MANUEL: ¡Me imagino la alegría que habrán tenido al verlo volver después de tanto!
(Esteban sonríe pero no contesta)
ESTEBAN: Yo quería volver, ¿sabe? Y debe ser de tanto querer volver que no me morí.
MANUEL: Lo admiro, amigo. Me siento impresionado por su relato. Pero déjeme que le explique: los ingleses no salen a conquistar el mundo porque su tierra es fea.
ESTEBAN: Para mí que sí.
MANUEL: No, hombre, no. Ellos son como yo: comerciantes. Y tienen sus máquinas de vapor con la que hacen las cosas mejor y más rápidas. Pero precisan venderlas. Ellos no salen a buscar tierras, ellos buscan mercados. ¿Usted cree que los echaron de aquí en el 6 y el 7? Ellos nunca se van. Yo mismo vendo telas inglesas, señor, son las mejores, las más hermosas. ¿Se imagina una tela tejida en telar por las indias sucias de por acá, puesta en el cuerpo de una dama de Buenos Aires? No hay tu tía para eso, aplastarán a todos, ustedes podrán venderles la lana, pero ellos se la devolverán hecha ropa. Ustedes les venderán los cueros de vacas, y ellos les devolverán zapatos.
ESTEBAN: Capaz que si nos enseñan…
MANUEL: Nunca sucederá eso. Los nativos de acá, y no quiero ofenderlo, necesitan del amo. Ahora dicen ser libres de España… Por allí andan peleando. Perderán. Y si no los derrotan los ejércitos de Su Majestad vendrán de otros países, con más historia, con más cultura. Estas tierras son colonias… y colonias serán por siempre.
ESTEBAN: No sé, señor. Nosotros no tenemos esa tristeza que tienen allá.
MANUEL: Ha de creerme, mi querido señor Ruiz. Es la riqueza la que mueve al mundo. Por el oro y la plata de vuestras tierras vinimos. Por el oro y la plata vendrán otros, y así hasta que se acabe. Y si encontráis otra riqueza, gentes más avezadas vendrá a llevársela. Esa es la historia del mundo.
ESTEBAN: Mire, señor… yo no he peleado por riqueza. Yo he luchado porque era mi deber. Yo he sembrado la tierra cuando nos mandaron a poblar estos pagos, he amansado baguales, me he casado y tenido un hijo, y no fue por riqueza. Fue por el orgullo nomás.
MANUEL: De los que vivís por el orgullo se llenan las arcas de los que comercian con él. Yo no tengo más orgullo que el de juntar una riqueza que me asegure un nombre, que me permita vivir riendo y casi feliz. Darle comida a mi mujer, tener comida yo. Esta casa. Volver a España más adelante. Comprenda, querido amigo, que para que existan los comerciantes, vosotros debéis tener la necesidad de comprarnos cosas. Y siempre encontraremos la forma de crearles una necesidad más.
ESTEBAN: No me gusta lo que dice, señor. Pero es su casa. No voy a seguir hablando…
MANUEL: Venga, pues, no se me ponga así. ¡Que bastante ha sufrido ya para pelear por niñerías! (Ha ingresado Catalina, saluda tímidamente a su esposo y mira a Esteban dubitativa. No lo reconoce) Además, ha llegado la señora de la casa. ¡La mejor costurera de estos lares y sus alrededores! Catalina, te presento al señor Ruiz, ha venido a que le hagas unas ropas.
CATALINA: Mucho gusto, señor.
ESTEBAN: Buenas… señora.
CATALINA: ¿El señor viene por conjunto?
ESTEBAN: ¿Cómo dice?
CATALINA: Si necesita de camisa y pantalón, camisa sola, pantalón solo, o chaqueta. Dígame usted.
ESTEBAN: Bueno, yo…
MANUEL: ¡Hala, mujer! Atiende bien al señor Ruiz, que bien mucho ha sufrido a por el mundo y seguro querrá vestirse de arriba abajo como Dios manda. Y ya los dejo un rato, que he de ir a ver cómo marcha ese bendito casamiento y vender más telas, seguramente. Usted espéreme, señor Ruiz, que de seguro habrá de darle sed y tomaremos alguna copa a mi vuelta. No me tardo. Os veo luego (Se marcha. Pausa. Esteban mira a Catalina que sigue con su mirada la partida de Manuel. Distante, se recompone)
CATALINA: ¿Y entonces?
ESTEBAN: ¿Entonces, qué?
CATALINA: ¿Qué desea qué le cosa, señor? Como le dije, pantalón, camisa, chaqueta…
ESTEBAN: Pantalón y camisa… supongo.
CATALINA: Déjeme entonces que le tome las medidas. (Va hacia el interior de la casa, vuelve con los elementos para realizar la tarea. Esteban no deja de mirarla intensamente) Me decía mi marido que ha sufrido mucho, ¿es irrespetuoso preguntarle por qué?
ESTEBAN: No sé si he sufrido tanto, en todo caso demasiado tiempo lejos de lo que quiero: mi familia, mi mujer, mi hijo.
CATALINA: ¿Y eso por qué? (Todo el diálogo se desarrolla mientras la mujer mide a Esteban, que tiene una sorda lucha para no tocarla)
ESTEBAN: Siete años prisionero, señora. Siete años fuera de mi tierra.
CATALINA: ¿En dónde lo apresaron, señor Ruiz?
ESTEBAN: En Montevideo, señora, en el 7. Y he andado preso por Inglaterra, España, Francia.
CATALINA (Comienza a mirarlo con más atención) Y usted, ¿de qué compañía es, señor Ruiz?
ESTEBAN: Blandengue, señora.
CATALINA: ¡Dios mío! ¿Usted conoció a mi marido, quizás? ¿Le dijo Manuel que soy viuda de una blandengue que murió en Francia?
ESTEBAN: ¿Cómo se llamaba su marido, señora?
CATALINA: Preciado, Esteban Preciado.
ESTEBAN: Preciado… Creo que sí, que lo recuerdo. Un hombre vivaz, alegre, muy jocoso. Un hombre al que le gustaba cantar.
CATALINA: Sí. Ese era Preciado, seguro, así era él.
ESTEBAN: Como todos, se fue apagando. Las enfermedades, las muertes, la niebla, el estar lejos lo fueron cambiando. Yo lo conocía bien, señora, muy bien. Preciado, como los demás, ya no era el mismo que todos conocían. No cantó más, no se rió más, yo creo que se fue apagando desde los ojos para adentro. Como que un día la estrellita que le iluminaba la mirada se fue.
CATALINA: Mi Preciado… el que tanto quería estas tierras. Éramos tan jóvenes cuando nos casamos, teníamos tanto por hacer cuando se lo llevaron para Montevideo, tanto lo esperé…Y ¿sabe? Reclamé tanto por él. Ni siquiera nos dieron a José Antonio y a mí, los escasos tres pesos de la pensión. Hasta que de tanto reclamar un día nos dijeron que había muerto en Francia.
ESTEBAN: José Antonio…
CATALINA: Mi hijo, el hijo de ambos. Pepe le decía Preciado.
ESTEBAN: ¿Dónde está José Antonio, ahora?
CATALINA: Es blandengue, como su padre. Está en la guarnición de Chascomús. ¿Usted vio morir a mi Preciado, hablaba con él, de qué hablaba?
ESTEBAN: Se fue metiendo para adentro, señora. Se fue callando, pero cuando hablaba, cuando pensaba, sus palabras se volaban para acá. Decía que así estaba más cerca. Siempre estaba usted en sus recuerdos, usted y Pepe… y su mar de yuyitos, como le decía a la pampa. Y algún caballo. Yo sé que en sus sueños galopaba. Corría desbocado por este campo que nunca termina. Y siempre volvía a usted, que lo esperaba con un buen mate… y su hijo.
CATALINA (Lo mira extrañada) Debió ser un buen amigo de Preciado, usted sabe mucho de él, por momentos hasta habla como él. Si su voz fuera alegre y no triste, parecería la de él. ¿Lo vio morir?
ESTEBAN: Lo vi caer en Medina del Ríoseco. Un bayonetazo de un francés le puso más colorado su uniforme colorado. La bayoneta le entró en el brazo derecho, el francés se le fue encima y lo estaba por degollar, pero otro blandengue- Sebastián Pizarro- mató al francés que cayó encima de Preciado. Los dejaron a los dos por muertos. Cuando Preciado pudo salir de aquel berenjenal de sangre y muerte, unos franceses lo hicieron prisionero, señora.
CATALINA: Claro, a mí me dijeron que se había muerto en Francia.
ESTEBAN: Y sí, señora, debe haber muerto nomás. Si no, ¿cómo se explica que ni su propia mujer lo reconozca?
CATALINA: ¿Qué dice?
ESTEBAN: Lo que oye, Catalina. Mire si me habrán matado que usted, con quien tanto quería, hace rato que me habla, que me toca y no se ha dado cuenta de que soy Preciado. Su Esteban… Mucho debo haber muerto para volver y encontrármela casada con otro, Catalina. No debo ser yo. Debo ser una luz mala que ha viajado en los barcos.
CATALINA: ¿Por qué me miente? Mal nacido, ¿por qué me dice esto? Váyase de acá, fuera de mi casa. ¿Quién se ha creído que es? ¿Por qué me hace esto? ¿Qué busca? Váyase, fuera, fuera, váyase ya. Lo va a agarrar mi marido… (Se le ha ido encima y le pega. Esteban solo le toma las manos, no se defiende)
ESTEBAN: Catalina, Cata… míreme. Yo soy su marido, yo soy su Preciado. Míreme a los ojos, en el fondo alguna estrellita me debe quedar. En el fondo ha de estar el que fui.(Catalina lo mira. Ambos quedan mirándose directamente a los ojos. Con un gemido Catalina lo abraza, lo besa, lo reconoce, lo palpa. Llora y se ríe.)
CATALINA: Preciado, mi Preciado, es usted. ¿Qué le hicieron? ¿Por qué cambió tanto? Malhaya mis ojos que no lo supieron ver cuando entré.
ESTEBAN: Es que no soy el mismo, Catalina. No le mentí. Mil veces me morí de estar lejos… y en cada muerte cambiaba, mujer. Ya no tengo la risa y la música adentro, Catalina. Me sostenía usted acá lejitos, usted y el Pepe.
CATALINA: Preciado… yo no sabía, por eso me casé de nuevo. ¿Qué podía hacer yo sola en este lugar de hombres, Preciado? Y Manuel es buena gente, es alborotado y charlatán pero buena gente… y me trató bien desde el principio, y a José Antonio también. (Se desprende aterrada, comprendiendo su situación) ¿Qué voy a hacer, Dios mío, qué voy a hacer?
ESTEBAN: (Le acaricia la cabeza, mientras Catalina llora en el suelo) Venirse conmigo, Catalina, eso hará. Yo soy su marido. Yo soy con el que dejó Buenos Aires hace tanto y vino a poblar Ranchos. Yo soy con el que sembró el suelo, yo soy con el que saló la carne, yo soy con el que curtió los cueros. Yo soy con el que tuvo su hijo, Catalina. Yo grité su nombre cuando me apresaron en Montevideo. Cuando me cayeron encima grité un: Catalina que quería decir todo. Quería decir: ya voy a volver, quería decir: cuídeme a mi hijo; quería decir: espéreme, quería decir: la quiero… En la panza de aquel barco cuando veía ponerse grises y amarillos y después blancos a mis compañeros, y cuando después los veía morirse, su cara me servía para agarrarme a la vida. Si la veía en la niebla que nunca se iba en los pontones ingleses. Y cuando tenía hambre, y cuando tenía frío, pensaba en usted. Y sabía que volvería.
CATALINA: No me diga eso, Preciado, me está matando por dentro, me está desgarrando las entrañas.
ESTEBAN: Pero, ¿sabe qué, Catalina? Un día se me empezó a olvidar su carita. Se me empezó a hace borrosa, ¿sabe? Me acordaba de su pelo, me acordaba de la tibieza de estar apretadito con usted, pero no me podía armar todo en una pieza. A veces, en la soledad creía que usted era el mar de pasto de esta pampa, su cabellera se agitaba como el yuyo con el viento y usted era la tierra, Catalina, era el volver, era lo que tiraba de las narices en ese lejos que era mi cerca. Yo repetía su nombre: Catalina, Catalina… Y al decir su nombre decía: mi rancho, mi caballo, mi hijo, mi vida… Se me mezclaban las cosas, mujer, y usted era todo y todo era usted. Los perros del olvido me garroneaban el alma día tras día, noche tras noche… Y si no se la devoraron es porque los ahuyentaba con los cascotes de la memoria, con las piedras del recuerdo. Es como dicen algunos, mata más el no acordarse que un cuchillo.
CATALINA: No fue fácil para mí, Preciado. ¡Fueron muchos años! Años de esperarlo. Años de llorarlo. No sabe que fría es la cama sin un hombre al lado. Qué duras las mañanas haciendo la tarea sola, peleando con todo. No le conviene nacer mujer a una y quedarse sin su marido.
ESTEBAN: ¡Pero acá estoy, Catalina! ¡Acá estoy y no he de irme! Véngase conmigo, junte sus cosas, vayámonos ahora mismo a Chascomús a buscar al Pepe. Necesito abrazar a mi hijo. Quiero reconocerlo, olerlo. Siete años sin ver al mocoso, y mire usted, el tambien es todo un blandengue, ya. Vamos, Catalina. Seamos como antes.
CATALINA: Si, Preciado, espéreme. Ahora mismo junto todo y nos vamos. (Sale presurosa)
ESTEBAN: Pucha digo. Si hasta pareciera que los años me la han vuelto más linda, mujer. O será que al verla se me aclararon todos los recuerdos. Porque, ¿sabe?, es más lindo verla que acordarse de usted. Es más lindo el calorcito que el recuerdo que uno tiene del calor en el frío. Yo miraba el cielo, cuando podía, allá en Inglaterra, o en España, o en Francia y me decía ¿estará Catalina mirando el cielo? ¿Verá las mismas estrellas que yo miro? Y parece que no, que las estrellas están puestas distintas allá. Y hasta me dijeron que cuando allá es noche, acá es día, o algo así. ¡Miré si estábamos lejos! (Catalina ha vuelto. No trae nada. Está derrumbada) ¿Qué pasa, Catalina? ¿Y sus cosas?
CATALINA: No puedo, Preciado, no puedo.
ESTEBAN: ¿Qué cosa no puede, mujer?
CATALINA: Irme con usted, no puedo.
ESTEBAN: ¿Pero, qué carajo dice ahora? ¿Qué le pasa?
CATALINA: No puedo irme. No puedo dejar a Manuel, lo siento.
ESTEBAN: Pero, ¿qué me está diciendo, mujer?
CATALINA: No se enoje, Preciado… entiéndame. Yo le dije: Manuel siempre fue bueno conmigo, ¿cómo le haría una cosa así? A él no le importó nada. Ni mi viudez, ni mi hijo, ni mi pobreza. El vio en mí algo… no sé… No me mire así, Preciado, haga el favor de entenderme. Manuel no es como usted era, yo lo sé. Es alegre, es cierto; vive por el dinero, también es cierto. Pero estoy segura con él. Al hombre no lo llevan a pelear, Preciado. No tengo que estar con el Jesús en la boca por si lo matan, por si lo mutilan, por si lo hacen prisionero. Además, yo creo que lo quiero. Distinto de lo que lo quise a usted, pero lo quiero.
ESTEBAN: No puede decirme eso, no puede decirme eso, carajo.
CATALINA: No crea que no lo entiendo, Preciado. Una mitad de mí se quiere ir con usted, pero la mitad que piensa no quiere. Una mitad de mí se lo ha pasado esperándolo, y extrañándolo. Esa mitad no ha parado de llorar su ausencia. Y ¿sabe qué? Yo creo que me acostumbré a que no estuviera. A que usted también fuera para mí una cara al principio, y luego una visión borrosa que se me iba perdiendo en el tiempo. Era como el gustito dulce que le queda a una en la boca después de comer la mazamorra. Pero era el ayer. La otra mitad de mí, Preciado, es mi parte más vieja y ¿quién le dice?, más sabia. Es la parte que aprendió a pasarla lo mejor posible en este poblado. A ser respetada, a trabajar a medias con mi marido. El vende las telas y yo las coso. A tener planes de crecer. De irnos pronto a Buenos Aires. ¿Sabe a cuánta gente puedo vestir allá? Lo que pasa, Preciado, es que me han pasado los años. Y entre mis dos partes, elijo la calma, la tranquilidad, el porvenir.
ESTEBAN: (Aparentemente calmo) ¿Será que he peleado, que he matado, que he sufrido por gente como usted? ¿Por qué habrán muerto todos los que murieron? ¿Por qué lloramos los que lloramos? ¿Para que gente como usted se cague en todos nosotros y elija el dinero, el porvenir- como dice usted-, antes que vivir con lo que ama? ¿Por qué carajo no me morí, en vez de escuchar esto, de vivir esto?
CATALINA: Esteban… (Tratando de acariciarlo) No se ponga así, usted tiene que entenderme, póngase en mi lugar.
ESTEBAN: ¡No me toque, carajo, no se le ocurra ponerme una mano encima!
CATALINA: Perdóneme, Preciado, perdóneme…
ESTEBAN: ¿Yo la tengo que perdonar? Yo no soy Dios que es el que perdona. Yo apenas si soy Esteban Preciado, un blandengue. Un soldado, alguien que ha perdido siete años de su vida preso, triste, con sed, con hambre. Me convirtieron en un pedazo de olvido, ¿se da cuenta? Y un pedazo de olvido es igual a nada. ¿Qué le voy a perdonar? ¿El olor a mierda, meada, sangre, pólvora y muerte de cada batalla? ¿El miedo a morir frente a cada bala? ¿Le perdono la ausencia de mi sol, la falta de mis estrellas? ¿Le perdono la lengua escupida de los ingleses? ¿Le perdono el uniforme rojo de los mismos que mataron a mis amigos y que tuve que usar? No, Catalina. No puedo perdonar, no soy más que un hombre que se ha quedado sin nada. Hasta sin el nombre, porque para el gobierno estoy muerto. ¿Cuál gobierno será, no? Yo sé pocas cosas. La primera es que español no soy. Europeo tampoco, yo soy de acá, de esta tierra, como usted, no como su marido. Yo soy el que la regó con su sangre. Yo soy el que le pone el cuerpo al indio. Pero esos indios a quien la gente como su marido nuevo tanto teme, son más hermanos míos que los ingleses junto con los que he peleado, más que los franceses que me apresaron. ¿Sabe qué, Catalina? Ya va siendo hora de poner las cosas en su lugar. Yo no la voy a matar a usted. Si soy una luz mala. Yo voy a matar su recuerdo, que me duele. (Sin brusquedad la ha tomado por atrás y- haciéndola arrodillar- le ha puesto un cuchillo en la garganta)
CATALINA: ¿Qué hace, Preciado? Por el amor de Dios, no me mate.
ESTEBAN: (La tiene tomada de los pelos) Le voy a decir algo, Catalina: Yo me amancebé con una española mientras esperaba para volver a mi tierra. Yo no le fui fiel a su cuerpo. Cuando yacía con ella, mi cabeza se venía para acá, con usted. Pero era mujer al fin y al cabo. Y creo que me quiso. Pero la dejé en el lejos, la dejé en la prisión de la tierra lejana para venir por usted.
CATALINA: ¡Piense en lo que hace, Esteban!
ESTEBAN: No la voy a matar, voy a matar su recuerdo. Voy a matar todo lo que pensé, todo lo que esperé. Voy a matar el cariño, voy al matar el pasado.
CATALINA: Lléveme con usted, pero no me mate, Preciado. Se lo pido por su hijo.
ESTEBAN: ¡Cállese! Basta… (El cuchillo corta el aire cerca del cuello, de Catalina, en el mismo movimiento, corta un mechón del pelo de la mujer quien, al ser soltada cae y queda mirando a Esteban sin entender) No voy a manchar mis manos con su sangre, señora. No se quién es usted. Yo tuve una mujer que se le parecía, ¿sabe? Se murió hace tiempo. Quédese tranquila. No la voy a llevar conmigo. No más prisiones en mi vida. Mire, estos pelos que llevo en mi mano son todo lo que me queda de cuando tenía mujer. Y un hijo, al que iré a ver, al que le diré que soy Esteban Preciado sólo para él. Si todos dicen que he muerto, está bien, Preciado se murió. Voy a hacerme perdiz en mi caballo por estas tierras, estas tierras mías, aunque no lo sean. Entiéndame, señora, no me he pasado siete años sirviendo a otros amos para volver a matar o morir en mi mar de yuyos. (Le tiende la mano y la ayuda a pararse) Yo no vine a morir acá, yo vine a vivir lo que me queda de vida.
CATALINA: Preciado…
ESTEBAN: Llámeme Ruiz.
CATALINA: No se lleve esta idea de mí, por favor.
ESTEBAN: Señora, lo he pensado bien y no voy a hacerme ninguna ropa con usted. Me va bien lo que tengo puesto y no me gastaré el poco dinero en lujos que un pobre gaucho no puede permitirse.
CATALINA: Preciado, yo…
ESTEBAN: Ha sido un gusto, señora. (Le da la mano a una Catalina totalmente sorprendida) Salúdeme a su esposo, dígale que no he tenido tiempo para tomarme esa copita con él. Llevo apuro, señora. Tengo que salir ya para Chascomús. (Se va. Le da una última y profunda miranda antes de abandonar la escena)
(Catalina queda sola. Se reacomoda la ropa. Se sienta. Contiene un sollozo. Se recompone. Palpa con su mano el lugar de dónde Esteban cortó el mechón: Ingresa Manuel)
MANUEL: Pues, Catalina, qué le digo. El coronel me ha comprado dos piezas de tela más, de la más cara, claro. Este casamiento nos viene que ni de sueños. Con todo este dinero ya estamos más cerca de poder irnos al puerto, mujer. Y ya sabe, allá en Buenos Aires con mis telas y sus hilos… ¡hala, a vivir la vida! ¿Le pasa algo, Catalina?, se la ve extraña.
CATALINA: Nada, Manuel, nada.
MANUEL: ¿Seguro? Insisto en que la veo extraña.
CATALINA: Sólo estoy cansada, Manuel, no se preocupe.
MANUEL: ¿Ya se ha ido este caballero? ¿Ruiz?
CATALINA: Si, le dejó sus respetos, me dijo que lamentaba no poder beber con usted, pero otros asuntos urgentes lo hacían partir a Chascomús.
MANUEL: ¿Y entonces? ¿Hizo negocio? ¿Le va a hacer su ropa?
CATALINA: No, Manuel. Se ha arrepentido.
MANUEL: ¡Hombre! ¡Y tan entusiasmado que se lo veía!
CATALINA: No sé… Cambió de opinión.
MANUEL: ¡Qué historia la de ese hombre! Tantos años prisionero. Quién sabe, tal vez se hayan olvidado de él. Imagínese cuando encuentre a su mujer, a lo mejor ni lo reconoce, ¿no?
CATALINA: Tal vez.
MANUEL: Bueno, como sea, a lo nuestro, en todo caso el buen blandengue ha partido, quizás ni lo volvamos a ver.
CATALINA: Seguro que no,
MANUEL: ¡Pues, venga! ¡A las cosas, Catalina, que el señor Ruiz ha partido hacia el olvido!

OSCURECIMIENTO FINAL

Estrenada el 23/03/2009
Elenco
Manuel Dastugue: Leandro GALAZ; Esteban Preciado: Alejandro LEOPARDO; Catalina Montes: Patricia GALAZ
Iluminación: Diego LANZONI; Actriz de reemplazo: Ana VALICENTI; Confección de vestuario: Marta MARRESE; Asesoramiento: Julio RUIZ, Darío RECIO, Roberto GODOY y Pocha VERBURG; Piano: Patricia GILES ; Coros: Josefina CUELLO VALLONE, Mariana ZARATE, Agostina LANZONI, Federico ZARATE, Maia GODOY, Martina GALAZ; Grabación: Hugo DIAZ; Asistente: Patricia GILES; Sonido, Puesta en escena y dirección: Duilio LANZONI

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Datos personales

Nombre y apellido: Duilio Olmes Lanzoni Fecha de nacimiento: 3 de Julio de 1962 Bolívar pcia. de Buenos Aires Dirección: Alvear 325 Bolívar TE. (02314) 42-4095 // 15416051 // E-mail: duiliolanzoni@speedy.com.ar